La Cuaresma –como sabemos- es el tiempo
propicio para cambiar de vida y acercarse a Jesús pidiendo perdón, arrepentidos
y dispuestos a testimoniar su luz ocupándonos de los necesitados. Tiempo para acercarnos más al Señor y a nuestros
hermanos, los pobres. Cuaresma es sinónimo de conversión, y es lo que
necesitamos para vivirla con autenticidad.
¿Quién
tiene la osadía y la soberbia de decir que no necesita conversión? Es inútil decir
“que yo no soy pecador”. ¿A quién pretende engañar quien dice esa afirmación? A
todos se nos “ve el plumero de nuestras debilidades”. Y ante Dios, no digamos:
nada está oculto para Él. Ante Dios sólo nos queda decir: “Tú me sondeas y me
conoces… ¿a dónde escaparé de tu mirada”? y reconocer lo que dice el Salmo 50:
“Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado…”
La cuaresma es tiempo –en primer lugar-
para afrontar nuestra realidad tal como es, sin maquillaje. No seamos como los
hipócritas: se maquillan de buenos, ponen “cara de estampa” (dice el Papa
Francisco), presumen de ser más justos que nadie…, y por dentro, llenos de
maldad y podredumbre. Para curarse de una enfermedad hay que aceptar que se
tiene. Pues -en segundo lugar- para
convertirse, reconocer humildemente que estamos “enfermos de pecado” y
acercarnos serenamente a Dios. Un acercamiento sincero, auténtico. Dios es
Padre, nos espera para perdonarnos e invitarnos a cambiar de vida.
La señal de que estamos en el buen
camino de la conversión –dice la sagrada Escritura- es socorrer al oprimido,
cuidar al prójimo, al enfermo, al pobre, a quien tiene necesidad, al ignorante.
Los “maquillados de buenos” no pueden hacer esto, porque están llenos de sí
mismo, son ciegos para mirar a los demás.
Conversión:
encuentro sincero con el Señor, y la señal de que estamos con el Señor es que
atendemos a nuestro prójimo.
Antonio
Ruiz Pozo. Consiliario