Hoy, 6 de marzo, Miércoles de Ceniza, se
inicia la Cuaresma, un tiempo litúrgico en el que se invita a los creyentes a
prepararse para la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Cuarenta días en
los que la oración, el ayuno y la limosna son sus pilares. En nuestra parroquia
la misa de imposición de la ceniza será a las 19:00 horas. Y un año más el Papa
Francisco, nos envía a todos un mensaje con motivo de la Cuaresma, que a
continuación reproducimos:
“La
creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”
Cada año, a través de la Madre Iglesia,
Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la
solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que
nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I
de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el
cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio
pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24).
Este misterio de salvación, que ya obra
en nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también
a la historia y a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación,
expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm8,19).
Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que
acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1.
La redención de la creación
La celebración del Triduo Pascual de la
pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama
una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser
conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de
Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive
como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14),
y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está
inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación,
cooperando en su redención.
Por esto, la creación —dice san Pablo—
desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos
gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus
frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo
cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos
—espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación
y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de
forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc.
Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la
redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de
la muerte.
2.
La fuerza destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos como
hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y
las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o
menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca.
Entonces, domina la intemperancia y eso
lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra condición humana y
la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en
el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a
Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro
(cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el
horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener
cada vez más acaba por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el
pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con
Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo
mediante nuestro cuerpo.
El hecho de que se haya roto la comunión
con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el
ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha
transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al
hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a
no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en
detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley
del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado
que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como
avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y
a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las
personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo
deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a
quien vive bajo su dominio.
3.
La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la
irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se
han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una
criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co5,17). En
efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse
a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1).
Y el camino hacia la Pascua nos llama
precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos,
mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda
la riqueza de la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación de
la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es
decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el
“trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir,
junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
La Cuaresma es signo sacramental de esta
conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y
concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en
particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra
actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo,
para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar
el vacío de nuestro corazón.
Orar para saber renunciar a la idolatría
y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de
su misericordia.
Dar limosna para salir de la necedad de
vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos
un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del
proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir
amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la
verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la
“Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para
hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del
pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3).
Que nuestra Cuaresma suponga recorrer
ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que
«será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este
tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de
verdadera conversión.
Abandonemos el egoísmo, la mirada fija
en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de
nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos
nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de
nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su
fuerza transformadora también sobre la creación.