Texto íntegro de la homilía pronunciada
por el Arzobispo de Sevilla, monseñor Juan José Asenjo, en la Eucaristía con
motivo del Jubileo de las Hermandades, que se ha celebrado en la Nave del
Crucero de la Catedral de Sevilla, ante la imagen de Ntro. Padre Jesús del Gran
Poder, el sábado 5 de noviembre.
En los compases finales del Año Jubilar
de la Misericordia peregrináis a nuestra catedral los cofrades la
Archidiócesis, un grupo cualificado de cristianos, que vivís vuestra fe
hermanados en vuestras corporaciones, auténtico camino de gracia y de vida
cristiana. Os acompaña la imagen bendita del Señor del Gran Poder, la que mejor
puede representar la piedad y la unción de todos vuestros sagrados titulares.
Doy la bienvenida al Señor a esta iglesia, madre y cabeza de todas las iglesias
de la Archidiócesis; os doy la bienvenida a todos vosotros, y doy gracias a
Dios que me permite orar con vosotros y manifestaros mi afecto y mi aprecio por
vuestras instituciones, un verdadero tesoro para nuestra Iglesia diocesana,
puesto que son para vosotros, como la Iglesia, sacramento del encuentro con
Dios.
Acabamos de escuchar uno de los textos
más sobrecogedores del Antiguo Testamento, el martirio de los siete hermanos
Macabeos, que hacia el año 170 antes de Cristo, luego de ser torturados
cruelmente, se mantienen incólumes ante las amenazas de Antíoco Epífanes, rey
de Siria, que después de conquistar Palestina pretendía convertir a los judíos
al paganismo. Los Macabeos, sostenidos valerosamente por su madre, uno tras
otro, prefieren morir antes que traicionar al Señor y renegar de la fe de sus
padres, afirmando que vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se
espera que Dios mismo nos resucitará. Dan así un espléndido testimonio de fe en
la resurrección de la carne y en la vida eterna, al que también nos ha invitado
el Señor en el evangelio que acabamos de anunciar.
Los siete hermanos Macabeos son el
paradigma de los mártires cristianos de todos los tiempos, de esa muchedumbre
inmensa que a lo largo de dos mil años han dado la vida por Jesucristo. Lo más
probable es que ninguno de nosotros seamos hallados dignos de sufrir el
martirio cruento, como tantos cristianos aún hoy día, inmolados por el
fanatismo religioso de quienes matan en nombre de Dios. Pero sí es posible que
nos toque sufrir el desprecio, los ataques, y la ridiculización continua de los
sentimientos religiosos, cuando no los insultos en la calle, por el mero hecho
de ser sacerdotes o simplemente cristianos laicos comprometidos con la Iglesia
y fieles a su fe. Hace cuatro domingos leíamos un fragmento de la segunda carta
de san Pablo a Timoteo, en la que el apóstol pedía a su fiel discípulo que no
se avergonzara del Evangelio, y que estuviera siempre dispuesto a dar la cara
por Jesús. Eso mismo os pide el Señor a vosotros cofrades en este domingo, que
viváis un cristianismo no vergonzante y medroso, sino valiente y confesante,
estando dispuestos a dar la vida día a día por en el Señor.
Estamos participando en el Jubileo de
las Hermandades, un acontecimiento especialmente importante en este año santo.
Nos ha precedido en la tarde de anteayer la imagen bendita del Señor del Gran
Poder, que tallara en el año 1620 el escultor cordobés Juan de Mesa, la más
hermosa y sobrecogedora de todo el patrimonio religioso de nuestra
Archidiócesis. La prensa ya está calificando este Jubileo como memorable. ¿Y
por qué será memorable? Para mí sólo hay una respuesta posible, si además de
experimentar la alegría de tener con nosotros al Señor de Sevilla, nuestra
peregrinación a la catedral, más allá de la dimensión sentimental o cultural,
tiene una dimensión esencialmente espiritual, es decir si propicia o favorece
nuestra conversión.
La conversión, junto con la
misericordia, ha sido el tema central de este año jubilar. En varias ocasiones
el papa Francisco nos ha dicho que el Jubileo quería ser una llamada vibrante a
la renovación de nuestra vida cristiana. Él mismo ha reconocido que la reforma
de las estructuras de la Iglesia es objetivo importante en su pontificado, pero
que lo es más la reforma, la conversión de nuestros corazones, la conversión de
cada uno de nosotros, para abandonar los miedos que nos paralizan y la tibieza
que nos impide salir de la mediocridad con el corazón repleto de esperanza, de
misericordia, de fidelidad y de ardor apostólico.
Hace unos momentos hemos cruzado la
Puerta santa de la misericordia, que clausuraremos el próximo domingo. Esa
puerta no es otra que Jesucristo, como Él mismo nos dice en el Evangelio de san
Juan: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir y
encontrará pastos” (Jn 10, 7-9). Esto quiere decir que el fin último del
Jubileo es el encuentro con Jesucristo, que trasforma nuestra vida, le da un
nuevo sentido, una esperanza renovada, una alegría recrecida y rebosante y una
sorprendente plenitud. Es la experiencia de los apóstoles, de Pablo, de la
Samaritana, de Zaqueo, del Buen Ladrón, de los santos y de los millones de
hombre y mujeres, que a lo largo de la historia de la Iglesia se han encontrado
con Jesús, pues como nos dice el papa Francisco en la exhortación apostólica
Evangelii Gaudium, “la alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera
de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con
Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
El Jubileo nos invita a salir de la
tibieza, la mediocridad y el aburguesamiento espiritual, y a restaurar la
soberanía de Dios en nuestra vida, porque admitir la primacía de Dios es
plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha
sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en Él. Por
ello, con san Pablo, queridos cofrades, os invito a abrir vuestros corazones a
la indulgencia jubilar, a dejaros reconciliar con Dios, que está siempre
dispuesto, como en el caso del hijo pródigo, a acogernos, a recibirnos, a
abrazarnos y a restaurar en nosotros la condición filial. Que nuestra
peregrinación a la catedral, acompañada, si es posible, de una buena confesión,
sea para todos un acontecimiento de gracia y de intensa renovación espiritual.
Que ninguno de nosotros echemos en saco
roto la gracia de Dios que en esta tarde quiere derramarse a raudales sobre
nosotros en esta nueva Pascua, en este nuevo paso del Señor junto a nosotros, a
la vera de nuestras vidas, para convertirlas, recrearlas y renovarlas. Que
todos le abramos con generosidad las puertas de nuestros corazones y de
nuestras vidas. En su primera encíclica, Deus caritas est, el papa Benedicto
nos encareció con mucha nitidez que el cristianismo no es primariamente un
hecho cultural, ni un sistema ético, ni un sentimiento, ni un conjunto de
tradiciones por bellas que sean. El cristianismo es, ante todo, el encuentro
con una persona, Jesucristo, hasta tal punto que “no se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro… con
una Persona [Jesucristo], que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva” (DCE 1).
En el momento presente, más que en
épocas pasadas, la Iglesia en Sevilla necesita cofrades convertidos, cofrades
espiritualmente vigorosos y conscientes del tesoro que poseen y de la misión
que les incumbe; cofrades orantes y fervorosos, que viven la comunión con el
Señor, con la parroquia, con los sacerdotes, con los obispos y con todos los
que buscamos el Reino de Dios; cofrades que tienen corazón de apóstol, cofrades
que rezuman misericordia, que se preocupan de los pobres y de los que sufren y
que aspiran seriamente a la santidad. Así nos lo han dicho insistentemente Juan
Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco. Una Iglesia que quiera ser luz y
sal, tiene que ser una Iglesia convertida, una Iglesia de santos. Esta es la
necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente: contar con cristianos
creíbles, gracias a un testimonio personal y comunitario de vida santa.
Esto es lo que el Señor del Gran Poder y
la Iglesia diocesana, queridos cofrades, esperan de vosotros en vuestra
peregrinación a la catedral: que apuntéis a lo nuclear y decisivo en vuestra
vida corporativa, en la que si son importantes vuestros cultos, vuestra
convivencia fraternal en las casas de Hermandad, vuestras procesiones y
estaciones de penitencia, los estrenos y la estética, que con tanta profusión
destacan los medios de comunicación, lo es incomparablemente más vuestra vida
cristiana honda, ejemplar, orante y fervorosa. Poned en el horizonte de vuestra
vida a Jesucristo, sin excusas banales, sin dudas ni miedos. No olvidéis que la
primera finalidad de vuestras corporaciones, según la mente de la Iglesia, es
el crecimiento de la vida cristiana de sus miembros, hombres y mujeres que en
su vida privada, en su vida familiar, en sus profesiones y en sus relaciones
económicas, hacen honor a la fe que dicen profesar.
Si de algo podéis estar ciertos en esta
tarde, es que la ayuda de Dios nunca os va a faltar. Él es el Señor del Gran
Poder, pero es al mismo tiempo el Dios fiel, el Dios compasivo y
misericordioso, que nos mira con ternura. Contad también con la ayuda de la
madre Iglesia, que nos sostiene y acompaña en nuestro camino de fe. Ante quienes
os apunten con el dedo por ser cofrades, por acudir a Misa los domingos, por
confesar y comulgar con frecuencia, o por llevar a vuestros hijos a la
catequesis, en definitiva, por ser hijos de la Iglesia, sentíos orgullosos de
pertenecer a ella, pues si es verdad que en ella hay manchas y arrugas por los
pecados de sus miembros, tened por cierto que la luz es infinitamente más
intensa que las sombras y que el heroísmo de tantos hermanos y hermanas
nuestros es mucho más fuerte que nuestro pecado, nuestra cobardía y nuestra
mediocridad.
Tampoco os va a faltar la ayuda maternal
de Santa María, venerada en vuestras Hermandades con los más hermosos títulos.
Que ella, reina y madre de misericordia, como la invocamos en la Salve, nos
aliente en nuestra conversión y nos conceda gozar de la alegría que es
consustancial a la gracia jubilar. Así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo
de Sevilla