Se ha celebrado en Roma
del 3 al 5 de mayo, la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular con
motivo del Año de la Fe y en la que han
participado numerosas cofradías de España y una representación de
nuestra Diócesis. Ayer domingo día 5, el Papa se dirigió a todas las Cofradías
y Hermandades del Mundo, cuyo texto es el siguiente:
Queridos Hermanos y
Hermanas
En el camino del Año de
la Fe, me alegra celebrar esta Eucaristía dedicada de manera especial a las
Hermandades, una realidad tradicional en la Iglesia que ha vivido en los
últimos tiempos una renovación y un redescubrimiento. Saludo a todos con
afecto, en especial a las Hermandades que han venido de diversas partes del
mundo. Gracias por su presencia y su testimonio.
1. Hemos escuchado en
el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de Jesús, que el
evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena. Jesús confía a
los Apóstoles sus últimas recomendaciones antes de dejarlos, como un testamento
espiritual. El texto de hoy insiste en que la fe cristiana está toda ella
centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quien ama al
Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en
su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que
todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de
Cristo viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a ustedes, Benedicto XVI ha usado
esta palabra: «evangelicidad». Queridas Hermandades, la piedad popular, de la
que son una manifestación importante, es un tesoro que tiene la Iglesia, y que
los obispos latinoamericanos han definido de manera significativa como una
espiritualidad, una mística, que es un «espacio de encuentro con Jesucristo».
Acudan siempre a Cristo, fuente inagotable, refuercen su fe, cuidando la
formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia. A lo
largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad de muchos que han
vivido con sencillez una relación intensa con el Señor. Caminen con decisión
hacia la santidad; no se conformén con una vida cristiana mediocre, sino que su
pertenencia sea un estímulo, ante todo para ustedes, para amar más a
Jesucristo.
2. También el pasaje de
los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es
esencial. En la Iglesia naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que
es esencial para ser cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo es. Los
Apóstoles y los ancianos tuvieron una reunión importante en Jerusalén, un
primer «concilio» sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido
después de que el Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no
judíos. Fue una ocasión providencial para comprender mejor qué es lo esencial,
es decir, creer en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y
amarse unos a otros como Él nos ha amado. Pero noten cómo las dificultades no
se superaron fuera, sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento
que quisiera recordarles, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad». La piedad
popular es una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en
comunión profunda con sus Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia
los quiere. Sean una presencia activa en la comunidad, como células vivas,
piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de
la que ustedes son una expresión es « una manera legítima de vivir la fe, un
modo de sentirse parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). Amen a la
Iglesia. Déjense guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sean un
verdadero pulmón de fe y de vida cristiana. Veo en esta plaza una gran variedad
de colores y de signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y variedad de
expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, al encuentro con Cristo.
3. Quisiera añadir una
tercera palabra que los debe caracterizar: «misionariedad». Tienen una misión
específica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las
culturas de los pueblos a los que pertenecen, y lo hacen a través de la piedad
popular. Cuando, por ejemplo, llevan en procesión el crucifijo con tanta
veneración y tanto amor al Señor, no hacen únicamente un gesto externo; indican
la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y
Resurrección, que nos ha redimido; e indican, primero a ustedes mismos y
también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en el camino concreto
de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando manifiestan la
profunda devoción a la Virgen María, señalan al más alto logro de la existencia
cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la voluntad de Dios, así
como por la meditación de las palabras y las obras de Jesús, es la perfecta
discípula del Señor (cf. Lumen gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de
la Palabra de Dios, ustedes la manifiestan en formas que incluyen los sentidos,
los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así,
ayudan a transmitirla a la gente, especialmente a los sencillos, a los que
Jesús llama en el Evangelio «los pequeños». En efecto, «el caminar juntos hacia
los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador» (Documento de Aparecida, 264). Sean también ustedes auténticos
evangelizadores. Que sus iniciativas sean «puentes», senderos para llevar a
Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estén siempre atentos a la
caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva
y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente
por quien se encuentra en dificultad. Sean misioneros del amor y de la ternura de
Dios.
Autenticidad
evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Pidamos al Señor que oriente siempre
nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, como piedras vivas de la Iglesia,
para que todas nuestras actividades, toda nuestra vida cristiana, sea un testimonio
luminoso de su misericordia y de su amor. Así caminaremos hacia la meta de
nuestra peregrinación terrena, hacia la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay
ningún templo: Dios mismo y el Cordero son su templo; y la luz del sol y la
luna ceden su puesto a la gloria del Altísimo. Que así sea.