Para trazar la historia de la devoción
al Corazón del Señor es necesario precisar qué queremos decir exactamente con
esta expresión. Si entendemos por devoción al Corazón de Jesús una serie de prácticas
de piedad en las que se rinde un culto de adoración al Corazón de Jesús, de
manera que se hable explícitamente de él, entonces los inicios de esta devoción
debemos situarlos en el siglo XII. Sin embargo, si profundizamos más en el
sentido que tiene la devoción como entrega a Dios, y el Corazón de Jesús como
signo real del amor divino, un amor por el cual el Hijo eterno de Dios se
encarna y asume una humanidad verdadera, con un corazón de carne, entonces
debemos remontarnos a la Sagrada Escritura y a los primeros escritores de la
Iglesia. De hecho, la orientación que ofreció Pío XII en la encíclica Haurietis
aquas invitaba a partir de los textos de la Escritura, la Tradición y la
Liturgia para considerar sobre todo el amor a Dios, que se muestra de una
manera particular en la humanidad de Cristo y se expresa en su corazón. Por
seguir un orden lógico haremos referencia primero a la fundamentación doctrinal
en la Biblia y la Tradición de la Iglesia y en segundo lugar a las formas
concretas y el desarrollo de esta devoción.
El amor de Dios que sale al encuentro
del hombre aparece con toda claridad ya en el Antiguo Testamento (Dt 7,7ss; Jr
31,3) y se expresa en el conocido versículo de San Juan: “Dios es amor” (1 Jn
4,8). Este amor se traduce en la entrega del Hijo por la salvación de los
hombres (Jn 3,16; 13,1; Ef 5,2) y conlleva una respuesta de amor y
reconocimiento a Dios, con obras y palabras (Dt 6,4ss; Mt 22,37; 1 Jn 4, 7-8).
En este contexto el término corazón para el Antiguo Testamento representa lo
más profundo del ser del hombre, precisamente el nivel en el que se debe
responder al amor de Dios. Dado que este amor se ha plasmado en la entrega del
Hijo se abre el camino para hablar del corazón de Cristo en la misma Escritura
(Mt 11,25). San Juan otorga un especial relieve al pasaje del costado
traspasado (Jn 19,37-39), del que brotan sangre (precio de la redención) y agua
(signo del espíritu y la vida que recibirán los creyentes); la invitación a
mirar al traspasado supone una indicación para asociarse a ese misterio de amor
precisamente a partir del costado de Cristo, por el que queda abierto el camino
a Dios, como ya interpretó acertadamente san Agustín (Sermo 311,3).
A partir de la base bíblica citada, que
se concreta en el episodio de la transfixión, muchos padres desarrollaron el
tema de la contemplación del amor redentor en el costado de Cristo, sin que
falten las referencias al corazón de Jesús como manantial de la verdad
(Orígenes). Por otra parte los testimonios patrísticos y los grandes concilios
cristológicos que insistieron en la realidad de la humanidad de Jesucristo
nunca excluyeron en él una verdadera sensibilidad, y en ese sentido, un
verdadero corazón, que era, por tanto, el corazón de carne del Hijo eterno.
En el siglo XII encontramos que la
espiritualidad cristiana presta una atención mayor a la humanidad de Cristo;
una muestra concreta de este interés se puede advertir, por ejemplo, en la
devoción a las cinco llagas de Jesús, o a la infancia del salvador (plasmada en
los belenes de Navidad, que comienzan con San Francisco de Asís). De una manera
explícita encontramos referencia al corazón de Jesús en el Liber de doctrina
cordis, de Guillermo de Saint Thierry y en algún himno de la época. San
Bernardo y Santa Lutgarda entre los cistercienses, y con más claridad todavía,
Santa Matilde y Santa Gertrudis entre los benedictinos hablan del intercambio
de corazones y consideran el Corazón de Jesús como el santuario glorioso del
amor en el que se concentra el culto debido a Dios. En el siglo XIII teólogos
de la altura de san Buenaventura, entre los franciscanos, o san Alberto Magno,
entre los dominicos, profundizan en las intuiciones de los autores espirituales
del siglo anterior acerca del corazón de Jesús. Poco después en místicas como Ángela
de Foligno o santa Catalina de Siena el Corazón de Jesús ocupa un lugar
destacado al meditar la humanidad del Salvador. Este movimiento en cierto modo
decae hacia la mitad del siglo XIV, y hasta el siglo XVII no se recuperará. En
la gran mística española, muy atenta a la humanidad de Cristo, como pone de
relieve santa Teresa, no aparece con el peso que tenía en los autores que antes
hemos citado.
En el siglo XVII contamos con varias
figuras esenciales para el desarrollo de esta devoción. Ante todo san Juan
Eudes (1601-1680) quien fomentó el culto litúrgico a los corazones de Jesús y
de María, con la fundación de sendas congregaciones y dispuso toda una serie de
prácticas de piedad. Al mismo tiempo contribuyó a que la palabra “corazón”
recuperara la riqueza bíblica de este término: centro de la persona, punto de
encuentro de cuerpo y alma, y todo en la perspectiva del amor; al hablar del
corazón de Cristo se refiere a la persona divina del Verbo, que se ha encarnado
verdaderamente, y quiere conducir a todos a la unidad del amor de Dios. Santa
Margarita María de Alocoque (1648-1690) a partir de una serie de revelaciones
subraya el aspecto verdaderamente humano del corazón de Jesús, aunque quiere
poner de manifiesto también su amor divino, ultrajado y olvidado por los
hombres. La respuesta a este amor conlleva la práctica de la consagración al
Corazón de Jesús y la reparación, vinculada a la pasión de Cristo No siempre
las expresiones ni las prácticas propuestas por santa Margarita María fueron
entendidas de manera correcta, pues a veces predominó una interpretación
dolorista de las mismas. Autores como san Claudio de la Colombiere, Froment,
Croisset o Gallifet ayudaron a precisar y difundir esta devoción, y desde el
punto de vista popular la Novena al corazón de Jesús de san Alfonso María de
Ligorio tuvo un papel destacado. La institución de esta fiesta en 1765 y
diversas intervenciones magisteriales ayudaron a disipar las prevenciones que
algunos mantenían contra esta devoción.
A partir del siglo XIX encontramos un
triple movimiento respecto a la devoción al corazón de Jesús. El aspecto
popular de la misma crece grandemente, y las prácticas de los primeros viernes
de mes, la hora santa, las consagraciones etc., se desarrollan mucho, animadas
por asociaciones como el apostolado de la oración (Ramiere) o de la reparación
(Dehon). En el aspecto teológico desde los manuales de Perrone (1842) la
doctrina sobre el corazón de Jesús tiene su lugar en los textos de teología y
se entiende cada vez más el corazón de Jesús como signo que combina el amor
increado y el amor creado de Jesucristo. El magisterio eclesiástico alentó
estas prácticas y estos estudios, destacando las encíclicas de León XIII, Annum
sacrum (1899), Pío XI, Miserentissimus Redemptor (1928) y Pío XII, Haurietis
aquas (1956). Cada vez se ha subrayado más el sentido profundo de esta
devoción, y por ello se ha presentado como síntesis del cristianismo, pues
traduce en la perspectiva de Cristo el amor de Dios, y el doble precepto de
caridad a Dios y al prójimo.
Lamentablemente tampoco han faltado, en
los años que siguieron al Concilio Vaticano II, los partidarios de una ruptura
con las formas de espiritualidad anteriores, apoyándose en exageraciones reales
o ficticias para tratar de desacreditar esta devoción. Realmente las objeciones
que se han presentado estaban ya respondidas en la Haurietis aquas y de hecho
Pablo VI dedicó la importante carta Investigabiles divitias (1965) a la
devoción al Corazón de Crizto, entendida en toda su profundidad. En esa línea han
ido también las aportaciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI (particularmente
Deus caritas est n.19), quienes han puesto de relieve el valor que tiene la
figura del corazón de Cristo y han insistido en su actualidad. De hecho ante el
riesgo de caer en tendencias espirituales erróneas de tipo panteísta o que
eliminan el carácter personal de Dios, la memoria de la encarnación y con ello
el culto a la humanidad de Cristo, cuyo corazón nos recuerda y hace presente el
amor personal de Dios es uno de los mejores remedios.